Esta leyenda nos lleva a sumergirnos en la magia de Toledo...
En una hermosa casa, junto a la vaguada del río Tajo, vivía Don José Navarro, uno de los muchos orfebres con los que contaba la ciudad, pero el único capaz de tallar piedras preciosas con tal maestría. Nobles e imágenes religiosas lucían sus joyas, su fama atravesó las murallas de Toledo llegando hasta la Corte de Madrid y, allí, a oídos de Doña María Cristina de Nápoles, madre de la futura reina Isabel.
Un día, Doña María Cristina envió a su más fiel lacayo a Toledo a requerir los servicios del orfebre para la creación de la corona que luciría la Infanta Isabel el día de su nombramiento como reina. Don José, aunque alabado por tal encargo, lo rechazó, la cantidad de pedidos que ya tenía le hicieron temer no podría dedicar el tiempo necesario a crear una joya lo suficientemente valiosa para la futura reina...
El lacayo regresó a la Corte e informó a Doña María Cristina que, sin pensárselo, acudió a Toledo para hacer personalmente el preciado encargo. Ante tal visita el orfebre no supo oponerse y aceptó apesadumbrado...
Desesperado, asustado y sin ninguna idea de por dónde empezar, aquella misma noche, en pleno agosto y con un terrible calor toledano, el orfebre subió a su taller, cogió del estante un nuevo cuaderno de trabajo y de forma lenta empezó a esbozar las ideas que le venían a la mente para elaborar el encargo de la futura reina. Las horas y los días iban pasando en su estudio, pero nada, no conseguía plasmar una corona que le satisficiese... Hubo de contratar aprendices para que le sacasen adelante el trabajo diario, pues el encargo Real no le dejaba tiempo libre.
El plazo se iba agotando, septiembre se acercaba, y con él la fecha de la coronación. En varias ocasiones tuvo que mentir a los enviados de la Corte, les enseñaba lo que podría ser la joya y les prometía estar elaborando la mejor corona jamás vista en España.
Decidió no descansar hasta obtener algún resultado!
Cierta noche, de las que la luna llena baña las orillas del tajo y se refleja en el espejo que encierran los acantilados toledanos, el orfebre no pudo más, y un pesado sueño le sumió en los brazos de Morfeo en su estudio, sobre su cuaderno.
Al amanecer, se despertó sobresaltado y con una enorme sorpresa vio como delante de él, en su cuaderno, estaba dibujada la más bella corona que jamás había visto. No recordaba haber dibujado algo así, pero ya dudaba incluso de su propia mano, pues eran tantas las noches en vela...
Aun así, su agobio no disminuyó, el boceto era muy complejo de realizar y no conseguía reunir los materiales y las piedras preciosas necesarias para su elaboración. Tan solo quedaban tres días para que expirara el plazo acordado. La desesperación le llevaba una y otra vez a fallar mientras ajustaba el metal precioso. Había mandado mensajeros por todo el reino para localizar las piedras que necesitaba, pero seguía sin conseguirlas... Llegó de nuevo la noche y, agotado, de nuevo se quedó dormido ante su trabajo.
Cuando despertó, estaban sobre la mesa las más bellas piedras preciosas, talladas perfectamente y del tamaño justo para encajar en la corona que estaba elaborando. Preguntó a los mensajeros que iban llegando, con las manos vacías, por si alguno las había traído, pero ninguno supo decirle de dónde procedían. A pesar de que quedaba mucho trabajo por hacer y poquísimo tiempo, Don José, intrigado por todo lo que estaba sucediendo, esa misma noche decidió hacerse el dormido en su taller y observar que sucedía. Pasada la media noche, notó con no poco terror, cómo la puerta de su estudio se abría, en un primer momento no vio a nadie, pero cuál fue su sorpresa cuando bajando la vista por casualidad al suelo, pudo ver algo increíble: unos pequeños seres, con rasgos extrañísimos y vestidos con ropas de cientos de colores, trepaban velozmente a la mesa de trabajo donde cogieron con una fuerza extraordinaria las herramientas de trabajo y en pocas horas terminaron su trabajo. Dejaron la maravillosa obra de arte sobre la mesa y, tras mirar con curiosidad al orfebre que fingía dormir, se marcharon de la habitación por la ventana.
Don José se acercó tan rápido como pudo a la venta para observar a los duendecillos que cruzaban el pequeño trecho de tierra que separaba la casa del Tajo para internarse sus aguas aún oscuras y perderse para siempre...
Don José viajó a Madrid y, en la mañana del 25 de septiembre de 1833, entregó la más maravillosa corona realizada jamás y que pocos días después sería utilizada por la Reina Isabel II en su coronación.
Isabel II y su corona.